Nelson Vargas
Como cada 10 de mayo, en México se celebró el Día de las Madres. Y me gustaría dejar una reflexión dedicada, entre todas las mamás, a un grupo que conozco bien porque he visto durante muchos años todo lo que hacen por sus hijos e hijas: las madres de deportistas.
En particular, aquellas que acompañan a sus hijos e hijas en el camino arduo del alto rendimiento, donde el sacrificio es moneda corriente y el éxito, una meta lejana que se persigue con fe y disciplina.
En el mundo del deporte, especialmente en disciplinas tan exigentes como la natación y el nado sincronizado, no es exagerado afirmar que el verdadero sostén del atleta no siempre es el entrenador o la institución, sino la madre. Son ellas quienes están presentes desde la madrugada, con todo listo desde las 5 de la mañana, cuando el resto del mundo aún duerme.
¿Quién prepara los alimentos? ¿Quién ajusta los horarios escolares, lleva a los hijos al gimnasio y espera pacientemente a que terminen de entrenar? ¿Quién organiza colectas, acompaña a las competencias, anima y seca las lágrimas cuando las derrotas duelen?
En la comunidad acuática mexicana, como en muchas otras disciplinas, las madres son, sin lugar a dudas, las verdaderas mánagers de los deportistas. Su papel no es oficial ni remunerado, pero sin él, la mayoría de los logros simplemente no ocurrirían. Pero esto no es algo de nuestro país, por ejemplo, las madres de grandes multimedallistas olímpicos como Michael Phelps o Katie Ledecky también han sido clave para el exito de estos históricos.
En esta reflexión cabe también una crítica social necesaria. Mientras las madres se involucran a fondo -incluso abandonando proyectos personales por acompañar a sus hijos-, muchos padres se mantienen al margen, escudándose en el trabajo o la falta de tiempo. Esto no quiere decir que no existan padres comprometidos, pero sí deja en evidencia un desequilibrio que normaliza que el peso del acompañamiento emocional y logístico recaiga en las mujeres.
Las medallas, los récords, los boletos a las grandes justas que ganan nuestros representantes deberían brillar también en las manos de sus madres. Son ellas quienes han tejido, con amor y constancia, los hilos de cada victoria.
Conmemorar el 1 O de mayo no debería ser solamente un acto de costumbre. Es, o debe ser, una oportunidad para visibilizar lo invisible. Porque en cada entrenamiento duro, en cada jornada agotadora, en cada competencia ganada o perdida, hay una madre que también estuvo allí, luchando codo a codo.
Por eso, esta columna es también una propuesta: que desde hoy, cada vez que celebremos a un deportista, celebremos también a su madre. Que cuando hablemos de los Juegos Panamericanos, Centroamericanos u Olímpicos, no olvidemos que en la grada, en la orilla de la alberca, en la cocina o en el transporte, hubo una madre que hizo posible ese momento.
Porque ellas, sin pedir reconocimiento, ya se han ganado el oro del amor por sus hijos e hijas.